La imagen se dibujaba casi perfecta. El
pequeño estudio, atopetado de libros, las paredes de llamativos colores, las
fotos, las personas, todo se figuraba entre contrastes de sol y sombra. No
tenía muchas ganas de seguir con la conversación, así que, a riesgo de parecer
descortés, pensó en excusarse sin mucho esmero y retirarse. Los problemas en su
mente resultaban más urgentes que aquella charla de café, pues las obligaciones
que los había reunido allí, ya habían sido saldadas.
Juntó
sus cosas y dejó sus pensamientos de lado mientras inventaba una buena
disculpa. Para no interrumpir, decidió esperar a que él terminara la idea que
intentaba esbozar. Se preguntó por qué sus padres la habían hecho adquirir
tantos modales, pero pese a que a veces resintiera de ellos, lo cierto es que
los tenía demasiado adquiridos como para levantarse e irse sin una despedida
correcta.
Lo
miró para asentir por última vez y poder finalmente irse. Aquel hombre tenía
unas manos tiernas, como manos de padre y un brillo extraño en sus ojos, bello,
hermoso de hecho, pero extraño. Como el brillo de los ojos de un niño cuando
descubre las simples maravillas de la causalidad en el mundo. Había algo cálido
en él. Como si fuera un ideal encarnado. No. Más bien como un hombre que había
aprendido del universo un par de secretos, pero no por conocerlos dejaba de
fascinarse con ellos.
Los
pensamientos en los que estaba inmersa se detuvieron al escuchar una voz que
venía desde abajo. Una voz melodiosa que pintaba con los mejores colores de la
paleta, la obligó a preguntar. -Es mi hija- Respondió el hombre con la sonrisa
característica en su cara. -Tiene talento- Se remitió a contestar.
-Es
raro que alimente un estudio con tan poca utilidad- Aventuró a decir. Segundos
luego de pronunciarse, ya se arrepentía de haber dicho algo así. Pero pese a
sus expectativas, a él no pareció causarle más que gracia. Sonrió nuevamente,
esta vez casi riendo.
-¿Por
qué no alimentar en ella algo que le hace tanto bien?-. Por supuesto que la
respuesta retorica tenía un sentido. Y ella estaba de acuerdo con que la
utilidad no podía subordinar la felicidad. El problema estaba en encontrar una
manera de ganarse la vida, porque no muchas cantantes logran triunfar, en
especial en un país donde el porcentaje
promedio de obras de ópera que llegaban al teatro anualmente, era 0%.
Pese a que la mente le generaba, una tras otra, mil respuestas para la retórica
empleada por su amigo, prefirió guardar silencio.
-Te
hago otra pregunta, mejor. Supongamos que ella es tu hija: ¿Tendrías corazón
para decirle que debe reprimir todo lo que siente cuando canta, solo porque
alguien no podrá pagarle por que lo haga? ¡Ni ella misma sería capaz de ponerle
un precio! ¿Cómo se le pone un precio al amor o la pasión?- El hombre, ahora de
pié, parecía emocionarse más con cada palabra. -Las cosas como el arte, o lo
que hacemos por vocación ¿tienen en verdad un precio? ¿Y qué tal la felicidad
que se siente cuando se hacen las cosas porque uno lo desea? ¿Con qué dinero
del mundo se pagaría algo así?-
Nuevamente
guardó silencio, pero no para escuchar sus pensamientos, pues su mente estaba
en absoluto silencio. En aquel momento, no podría admirar más a aquel hombre,
pero más que nada, no podría mostrar más respeto por aquellas palabras. -¡¿Cómo
se responde a eso?!- se preguntó. -De ningún modo, -pensó- sólo se guarda
silencio.-
Ya
no le importaba la hora, y sus ganas de irse se habían disipado. Tomó otra
galletita del pocillo. Soltó sus cosas y se quitó la bufanda. La imagen del
hombre y el estudio se empezaban a perder en las sombras de una tarde que moría
lentamente. La conversación se volvía más interesante; de ser algo de lo que
pretendía escapar, escuchar a aquel hombre se había tornado un placer. Ya no
era solo una charla. Él, se había vuelto un maestro a los ojos de una aprendiz.
Un lejano amor por el simple hecho de obrar con ganas la inundaba, él había
logrado un cambio en ella, solo con hablar con la sinceridad del buen profesor.
Un ser profundo había nacido.
Lunatika.
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