La fantasmagórica repulsión, el odio amor que se siente al estar frente a frente con uno,
hace revivir los mitos de una infancia hostil o suprema, pero siempre, nos pone cara a cara,
con los distintos seres que somos a la vez.
Lunátika Guidaí.

jueves, 5 de julio de 2012

El maestro.


La imagen se dibujaba casi perfecta. El pequeño estudio, atopetado de libros, las paredes de llamativos colores, las fotos, las personas, todo se figuraba entre contrastes de sol y sombra. No tenía muchas ganas de seguir con la conversación, así que, a riesgo de parecer descortés, pensó en excusarse sin mucho esmero y retirarse. Los problemas en su mente resultaban más urgentes que aquella charla de café, pues las obligaciones que los había reunido allí, ya habían sido saldadas.
            Juntó sus cosas y dejó sus pensamientos de lado mientras inventaba una buena disculpa. Para no interrumpir, decidió esperar a que él terminara la idea que intentaba esbozar. Se preguntó por qué sus padres la habían hecho adquirir tantos modales, pero pese a que a veces resintiera de ellos, lo cierto es que los tenía demasiado adquiridos como para levantarse e irse sin una despedida correcta.
            Lo miró para asentir por última vez y poder finalmente irse. Aquel hombre tenía unas manos tiernas, como manos de padre y un brillo extraño en sus ojos, bello, hermoso de hecho, pero extraño. Como el brillo de los ojos de un niño cuando descubre las simples maravillas de la causalidad en el mundo. Había algo cálido en él. Como si fuera un ideal encarnado. No. Más bien como un hombre que había aprendido del universo un par de secretos, pero no por conocerlos dejaba de fascinarse con ellos.
            Los pensamientos en los que estaba inmersa se detuvieron al escuchar una voz que venía desde abajo. Una voz melodiosa que pintaba con los mejores colores de la paleta, la obligó a preguntar. -Es mi hija- Respondió el hombre con la sonrisa característica en su cara. -Tiene talento- Se remitió a contestar.
            -Es raro que alimente un estudio con tan poca utilidad- Aventuró a decir. Segundos luego de pronunciarse, ya se arrepentía de haber dicho algo así. Pero pese a sus expectativas, a él no pareció causarle más que gracia. Sonrió nuevamente, esta vez casi riendo.
            -¿Por qué no alimentar en ella algo que le hace tanto bien?-. Por supuesto que la respuesta retorica tenía un sentido. Y ella estaba de acuerdo con que la utilidad no podía subordinar la felicidad. El problema estaba en encontrar una manera de ganarse la vida, porque no muchas cantantes logran triunfar, en especial en un país donde el porcentaje  promedio de obras de ópera que llegaban al teatro anualmente, era 0%. Pese a que la mente le generaba, una tras otra, mil respuestas para la retórica empleada por su amigo, prefirió guardar silencio.
            -Te hago otra pregunta, mejor. Supongamos que ella es tu hija: ¿Tendrías corazón para decirle que debe reprimir todo lo que siente cuando canta, solo porque alguien no podrá pagarle por que lo haga? ¡Ni ella misma sería capaz de ponerle un precio! ¿Cómo se le pone un precio al amor o la pasión?- El hombre, ahora de pié, parecía emocionarse más con cada palabra. -Las cosas como el arte, o lo que hacemos por vocación ¿tienen en verdad un precio? ¿Y qué tal la felicidad que se siente cuando se hacen las cosas porque uno lo desea? ¿Con qué dinero del mundo se pagaría algo así?-
            Nuevamente guardó silencio, pero no para escuchar sus pensamientos, pues su mente estaba en absoluto silencio. En aquel momento, no podría admirar más a aquel hombre, pero más que nada, no podría mostrar más respeto por aquellas palabras. -¡¿Cómo se responde a eso?!- se preguntó. -De ningún modo, -pensó- sólo se guarda silencio.-
            Ya no le importaba la hora, y sus ganas de irse se habían disipado. Tomó otra galletita del pocillo. Soltó sus cosas y se quitó la bufanda. La imagen del hombre y el estudio se empezaban a perder en las sombras de una tarde que moría lentamente. La conversación se volvía más interesante; de ser algo de lo que pretendía escapar, escuchar a aquel hombre se había tornado un placer. Ya no era solo una charla. Él, se había vuelto un maestro a los ojos de una aprendiz. Un lejano amor por el simple hecho de obrar con ganas la inundaba, él había logrado un cambio en ella, solo con hablar con la sinceridad del buen profesor. Un ser profundo había nacido.


Lunatika.

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