“-Le temps mange la vie-“ había
dicho aquél francés hacía ya mucho. Las palabras hacían eco. Mientras tanto, su
mente viajaba al Olimpo, a aquella lucha incesante por la soberanía de la
tierra de los dioses, a aquel Cronos, que devoraba a sus hijos, puesto que
sabía que su vida dependía solo de las manos de estos. -Irónico– pensó -el
tiempo devorando a sus hijos. La misma idea repetida, centenas de años
después-.
Ahora estaba sentada en el
escalón, con sus pies en la vereda, el libro de las flores en el regazo, y la
mirada puesta sobre las hojas que caían pesadas y marchitas sobre el pavimento.
El aroma, ya no era aquel aroma. La calle, ya no era aquella calle.
Antes, de manos entrelazadas, la
había recorrido cientos de veces. Ojos cerrados, percibiendo solo el calor de
quien la acompañaba, y aquel infinito olor.
Cerró los ojos. El sabor de
aquellos labios casi se sentía de nuevo en los suyos. Y con el sabor, volvían
los aromas, las flores, la calle. -¿La calle?- Se detuvo de pronto. -¡Nuestra
calle! ¡Nuestra calle de las flores!-
Habían sabido ser otoño y
primavera fundidos en un momento, como en una pintura plagada de colores y
aromas. Pero ahora el ya no estaba, y tras él, se había marchado la primavera,
solo quedaban las tristes hojas que caían sin vida sobre el pavimento.
El sonido la sobresaltó. Se sentó
de golpe y miró a su alrededor. El calor la contenía. Apagó el despertador.
Volvió a la cama y lo abrazó. –Fue solo un sueño- Suspiró aliviada. –La calle
sigue siendo la calle de las flores-.
Guidaí.
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